Escribo estas líneas casi sin pensar. Me embarga una
profunda tristeza. Estoy molesta. Me siento frustrada. Harta. Ya mi país, ese
en el que nací y crecí no existe más. Hace dos años una parte de mí se fue de
allí, pero la otra se quedó. Desde entonces, de allá hasta aquí, sólo
llueven malas noticias. Cada vez que el teléfono suena pienso lo peor. Cada vez
que un mensaje empieza con la frase “te acuerdas de fulano..?” o “sabes zutana la
que…?” sé que lo que me van a decir a continuación es que algo malo le pasó.
Hace dos meses me enviaron un mensaje, de esos que uno
prefiere no recibir, para decirme que una muchacha muy querida, que siempre me
consentía en el lugar en el que
trabajaba antes de venirme, había perdido a su hija en un accidente de tránsito
cuando regresaba en un carrito por puestos de un viaje a Cumaná. Un conductor irresponsable
acabó con sus sueños a los 23 años. Se me rompió el corazón y abracé desde la
distancia a mi amiga y su familia.
Hace dos horas el teléfono volvió a sonar. La desgracia tocó de nuevo la puerta
de mi antiguo trabajo. La de una joven madre de familia, una persona muy especial que siempre se asomaba a mi puerta a
preguntar si ya había comido o si quería un café o un té. Ayer su hijo mayor, también de 23 años por
esos extraños caprichos del azar, pagó con su vida ingresar a las estadísticas
rojas de la delincuencia. Iba cabalgando sus planes y metas sobre su modestísima
moto y una bala derramó sus ilusiones sobre el asfalto. Le robaron la vida, la moto, la ropa, los
sueños. Lo dejaron ahí tirado y se paró
el tiempo.
A ti también te abrazo desde aquí.
Dolor, impotencia, coraje.
Impunidad.