martes, 9 de noviembre de 2010

El arte de prender el carbón de la parrilla

Creo que así como Rosa Montero escribió “Instrucciones para salvar al mundo”, alguien debería darse a la tarea de escribir un libro, guía práctica, o editar un folleto o un volante con “Instrucciones para prender el carbón de la parrilla”. A algunos les sonará a chiste, pero lograr que el carbón prenda es una de las cosas más difíciles que existe. Además, un par de horas intentando hacer que la cosa arranque sin éxito es, además de humillante, una situación que frustra a cualquiera. Bueno, al menos a mí. El domingo pasado fui protagonista de un monumental fracaso al intentar repetidas veces que el pedazo de carbón de m…prendiera, y nada. No lo logré. Hice conitos de papel periódico con aceite. Papelitos de carbón con aceite. Amontoné el carbón. Le pegué fuego directo. Cambié el carbón que se había mojado con el aceite por uno seco y nada. No lo conseguí. Fracaso total. Rotundo. Sonoro. No pude hacer que el bendito carbón hiciera el favor de prender, de ponerse rojo, de quemar, de asomar alguna candelita. Nada. No le dio la gana. No quiso ser mi amigo. Me declaró la guerra.

Como a las dos horas estábamos listos para salir a recorrer la ciudad en busca del carbón mágico ese “prende fácil” que, como todo en este país, escasea. Peor aún, contemplamos en serio la posibilidad de montar las salchichas, los chorizos y las morcillas en la parrillera eléctrica. Pero no. Desistimos. Los presentes, que esperaban con ansias su tradicional, clásica y venezolanísima choripanada, nos apabullaron con esa cara de decepción - digna del Magallanes cuando el Caracas lo aplasta en el último clásico de la temporada y se va directo a la Serie del Caribe- que pusieron al insinuárseles que no iba a oler a parrilla. Así que seguimos intentando y perdiéndole la batalla al carbón. Lo que no sabíamos en ese momento –con las franelas, la cabeza y el cuello empapados en sudor, las manos negras y la arrechera en plena ebullición- era que lo mejor estaba por venir.

De repente, así, como quien no quiere la cosa, una tía grande, y cuando digo grande quiero decir que tiene la edad que tendría mi abuela si estuviera viva, bajó al jardín y decidió que intentaría montar la parrilla. Claro, todos la vimos con cara de “ah, bueno, ok, dale, jaja” y alguno hasta pensó “sí Luis, ya está que la vas a prender. Qué crees, que somos idiotas, que no lo heos intentado todo. Sigue soñado”. Y sucedió lo que ninguno alcanzó a imaginar. Amontonó el carbón, le tiró tres bolitas de papel con aceite y ¡zas! Se hizo la luz. La vaina se comenzó a poner anaranjada. Comenzó a salir candelita. El carbón prendió. Mejor dicho: Tití prendió el carbón. Nos dejó a todos como unos soberanos pajúos. Torta en la cara. Nos demostró así, en treinta segundos, lo mucho que vale la experiencia. Nos sorprendió. Nos provocó una admiración de esa que hace que se te salga la baba. Todos quisimos ser ella en ese momento. Tomarnos fotos con ella. Conocer su secreto.

Yo hasta había pedido auxilio por el blackberry messenger “si alguien me puede enviar por esta vía una guía rápida de cómo prender el carbón se lo agradezco”. Pero nada. Mutis. Nadie respondió. Lo cierto es que la cosa prendió buenísimo. Comimos delicioso y nos estuvimos riendo toda la tarde, y toda la noche, con el cuento. Con el papelazo de no haber podido prender la parrilla y con la tremenda salvada que nos echó Tití. Recordamos muchísimo a mi hermano Eduardo, parrillero oficial de la casa y de la familia. Resuelve todo que se nos fue del país hace poco más de un mes. Y lo echamos en falta por partida doble. Porque no estuvo en el cumpleaños de Diana (mi hermana menor, que cumplía ese día 22 años y que inventó una choripanada sin comprar fósforos, ni aceite suficiente y sin preguntar siquiera si alguien sabía prender la parrilla) y porque no tuvimos quien prendiera los carbones en un santiamén. Lo cierto es que ya no está y tenemos que ver qué hacemos. O corremos o nos encaramamos. Por lo menos no nos quedamos sin comer, gracias a Tití.

Yo, por mi parte, decidí que esa vaina no me vuelve a pasar más nunca. Me voy a volver la experta más experta en prender parrillas. El terror del carbón me van a llamar de ahora en adelante. Ese papelazo más nunca, caballero. Quién dijo miedo. Sí, entendí el domingo que prender esa vaina es una arte, una ciencia, una cosa complicadísima y bien pelúa, pero puedo con eso y con todo lo que venga.

Por lo pronto, comparto con ustedes esta técnica que me envió una amiga por mensajito y que le agradezco, aunque me haya respondido cuando ya habíamos terminado de comer:

Hacer un cono con papel absorbente, colocarle carbón adentro, cerrarlo arriba y mojarlo en aceite. Antes tienes los carbones armados en forma de palitos de fogata en triángulo. Entonces una vez terminado el cono, lo metes en el medio (de los carbones) y lo prendes! y listo! Soplar con secador de pelo es súper práctico! Cuando se va consumiendo pones más carbón alrededor en la misma forma que al inicio.

Lo intentaré. Veremos si es tan facilito como suena. De no ser así, igualito encontraremos el modo y lo compartiremos por esta vía.

Mi primera carrera


El domingo participé en mi primera carrera 10K. Tenía tanto tiempo deseándolo. Tenía la impresión de que podría ser una gran experiencia, y lo fue. Estaba tan emocionada. Tan contenta. El sábado parecía una niñita chiquita justo el día antes de irse de viaje. Me costó quedarme dormida, estaba acelerada. Por fin llegó el día, me levanté tempranito, me vestí y salí. Llegué feliz. Comenzó la carrera y arranqué a trotar. Comencé a moverme entre pura gente que estaba tan contenta como yo. Pura gente amable, sonreída. Un montón de gente disfrutando lo mismo que disfrutaba yo. Gente que se paró un domingo antes de las siete de la mañana a vacilar. La pasé buenísimo. En total troté ocho kilómetros y medio y caminé uno y medio. Me fue chévere. Comprobé que el entrenamiento previo fue determinante. No me dio una vaina ni me sentí mal ni me dolió nada. Y eso que la gente inventa más vainas. Que si no comas esto o aquello antes de correr. No cenes no sé qué vaina la noche anterior. Cuidado y te descompensas. Si te tomas un red bull antes te puedes morir. Confieso que casi me asusté mientras retiraba el material el sábado. Me quedé pensando “será que esta vaina es peligrosa”. Nada que ver, ya yo venía caminando. Trotando. Entrenando, pues. Sí, entrenando. Sí, yo. Resulta que después de 31 años descubrí que disfruto muchísimo hacer ejercicio. Sudar. Eliminar toxinas. Liberar endorfinas. Es más estoy en un punto bastante fiebrúo.

Lo que sentí al cruzar la meta fue sencillamente indescriptible, algo tan bueno que dibujó de inmediato una enorme sonrisa en mi cara. Creo que en serio ha sido una de las experiencias más nota de mi vida. Superó mis expectativas. Hizo que pasara todo el día contenta. Agotada, pero feliz.

Ya me inscribí en otra que se realizará el próximo domingo. Los 10K los completé en 1:29:20 (lo que para mí es simplemente lo máximo, y eso que jamás le he parado mucho al tiempo sino a la distancia, claro, eso era antes, antes de conocer que hay una cosa que se llama TIEMPO CHIP) así que el reto del 14 de noviembre es mejorar ese tiempo. Esta vez serán 7K. Ya les contaré.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Vaciando la cabeza

Tengo tantas cosas en la cabeza. Tantos proyectos. Tantos asuntos a la vez. En primer lugar está la tesis, estoy trabajando con determinación, aunque no con la rigurosidad que debería. Por otro lado estoy fajada haciendo ejercicio. Eso sí es algo a lo que estoy dedicada con disciplina militar, porque además es algo que disfruto muchísimo, es todo un descubrimiento y no me lo quiero perder. Estoy impresionada de la resistencia que he ido construyendo. Empecé caminando y miraba a la gente trotar y pensaba “bueno, eso sí estoy segura que no lo haré nunca”, y resulta que ya voy trotando hasta 35 minutos. Eso ha sido todo un logro, una realización y además un increíble placer ¿quién lo diría?

A veces pienso, y me río sola, en que si hubiera descubierto los maravillosos poderes del ejercicio hace unos tres años, una parte de la historia de mi vida hubiera sido muy distinta. Pero la vida pasa cuando pasa y fue en este momento, punto. En el momento justo. Si en los últimos años las cosas no hubieran pasado tal y como sucedieron, seguramente no hubiera aprendido lo que aprendí, y no hubiera llegado a este punto en el que me siento tan bien. Porque esa es la verdad, me siento muy bien. En paz. Feliz. Llena de ganas, de metas, de objetivos claros. Claro que también hay días malos, no vivo una fantasía ni un mundo paralelo, pero como llegan se van y después no los recuerdo.

Estoy concentrada en el presente, en el futuro. Rompí con el pasado definitivamente, cerré lo que estaba abierto y hacía ruido y lo hice desde la tranquilidad y no desde el rencor. Me siento aliviada, liviana, renovada. Siento que puedo con todo. Que no hay que buscar respuestas que no llegarán nunca, ni esperar que la gente que no nos quiere nos quiera, ni que la que nos quiere nos quiera como nosotros queremos. Hay que disfrutar lo que tenemos y no sufrir por lo que no pasa, o por lo que perdimos o por aquello que no depende de nosotros. Todo es producto de nuestras decisiones. Ser feliz. Alcanzar nuestros objetivos. Ser exitosos. Conectarnos con lo bueno y renunciar a la que nos daña no depende de factores externos, ni de la suerte, ni del cosmos. Es una decisión. Nuestra vida es producto de nuestras decisiones.

Y ojo que no es un post sobre el pasado, es sobre lo mucho que disfruto mi presente. Sobre lo mucho que he trabajado para construirlo. Porque no llegué aquí por casualidad, me lo he sudado. Lo demás no importa.