Llevo casi tres meses viviendo fuera del país, y nada ha
cambiado. O sí, todo se ha puesto peor. Mi país es un territorio en guerra,
aunque esa no es precisamente la novedad. La novedad es el recrudecimiento de
la violencia, del ensañamiento, la novedad es que desde afuera la cosa se ve
peor. Ver como aumentan la cifras de
asesinatos, es desgarrador. Sentir que
quisiera estar allá, pero que menos mal que estoy aquí es una sensación muy
rara, desagradable. Yo sé que mi país
está vuelto mierda, que el Gobierno lo ha hecho pedazos, pero es mi país, el
único que tengo y me duele, sí, lo digo sin ninguna vergüenza, me duele. Y
desde la distancia duele más.
Es aterrador leer diariamente que mataron a fulano, a zutano,
a mengano. Muchas veces son personas desconocidas, estadísticas que engrosan
los índices de criminalidad, pero cada vez el círculo se cierra más y la única
opción es rezar, encomendarse a todos los santos, cada quien a sus muertos,
para que hoy no le toque a nadie conocido y mucho menos a nadie de la familia.
¿Irse, quedarse? Al
final la cosa no es tan sencilla, o es que toda la familia cabe en la maleta?
Pues no. Yo estoy aquí, bien, pero al final mi mamá, por ejemplo, está allá,
así que la mitad de mí está aquí y la otra allá…y así son casi todos los casos.
Así que la cosa tampoco se resuelve simplemente con un exilio voluntario, sea
temporal o definitivo.
El problema tiene raíces profundas, de esas es que hay que
ocuparse, porque preocuparse no sirve de nada.
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